Toda Francia terminó por saber que el príncipe de Baufremont tenía más o menos los mismos gustos del cardenal del que acabamos de hablar. Le habían concedido por esposa a una señorita muy novata, a la que, según la costumbre, no habían aleccionado hasta la víspera.
- Sin más explicación – dijo la madre -, porque la decencia no me permite entrar en ciertos detalles, hay una sola cosa que debo recomendarte, hija mía; desconfía de las primeras proposiciones que te haga tu marido, y dile con firmeza: no, señor, de ningún modo es por allí por donde se posee a una mujer honesta; por cualquier otro lado, tanto como le guste, pero por allí no, por cierto...
Se acuestan, y por principio de pudor y honestidad que no le había siquiera sospechado, el príncipe, queriendo hacer las cosas en regla por lo menos la primera vez, ofrece a su mujer sólo los castos placeres del himeneo pero la jovencita bien instruida, se acuerda de la lección:
- ¿Por quién me toma, señor? – Le dice -, ¿se pensó usted que yo consentiría en tales cosas? Por cualquier otro lado, tanto como le guste, pero por allí no, por cierto...
- Pero, señora...
- No, señor, es en vano, nunca va a conseguir que consienta.
- Pues bien, señora, hay que satisfaceros – dijo el príncipe, apoderándose de los altares que le eran caros -; me disgustaría mucho que se dijera que alguna vez quise desagradarle.
Y que vengan ahora a decirnos que no vale la pena instruir a las chicas sobre lo que deberán dar algún día a sus maridos.
- Sin más explicación – dijo la madre -, porque la decencia no me permite entrar en ciertos detalles, hay una sola cosa que debo recomendarte, hija mía; desconfía de las primeras proposiciones que te haga tu marido, y dile con firmeza: no, señor, de ningún modo es por allí por donde se posee a una mujer honesta; por cualquier otro lado, tanto como le guste, pero por allí no, por cierto...
Se acuestan, y por principio de pudor y honestidad que no le había siquiera sospechado, el príncipe, queriendo hacer las cosas en regla por lo menos la primera vez, ofrece a su mujer sólo los castos placeres del himeneo pero la jovencita bien instruida, se acuerda de la lección:
- ¿Por quién me toma, señor? – Le dice -, ¿se pensó usted que yo consentiría en tales cosas? Por cualquier otro lado, tanto como le guste, pero por allí no, por cierto...
- Pero, señora...
- No, señor, es en vano, nunca va a conseguir que consienta.
- Pues bien, señora, hay que satisfaceros – dijo el príncipe, apoderándose de los altares que le eran caros -; me disgustaría mucho que se dijera que alguna vez quise desagradarle.
Y que vengan ahora a decirnos que no vale la pena instruir a las chicas sobre lo que deberán dar algún día a sus maridos.
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