Pensé en muchas cosas el día en que cambie de parecer, convencido por aquel fajón de cuero negro desgastado por los azotes que recibí con él, y por aquellos que me hicieron ser lo que soy.
Fajón que cambio mi único uniforme azul y cubayera blanca remendada, por unos caites de cuero crudo, un pantalón que alguna vez fue de mi hermano, camisa manga larga para cubrirme del sol y un sombrero de paja ahora roto, viejo, ennegrecido por la tierra y los hongos producidos por el sudor producto del termómetro de mi cabeza y de mi trabajo, mi único juguete por el azadón.
Cambie el aula donde estudie y compartí con primero y segundo grado, por la fértil tierra que mi padre labro por años con sus manos de labriego, gruesas, callosas, sucias pero no con suciedad maligna sino de la tierra negra de la tortilla de maíz y frijoles que come el indio.
Manos benditas y fuertes no para la agresión ni el golpe artero, sino para asir el azadón, el hacha y el rustico arado de madera dura, dura como el alma y el espíritu de mi padre, un campesino al igual que mis hermanos y yo que con pulla y tayacán alguna vez azuzamos al famélico buey para que rompa el surco que afanara la ambición de nuestra codicia y anhelo.
"La utopía está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se desplaza diez pasos más allá. Por mucho que camine, nunca la alcanzaré. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar." Eduardo Galeano.
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