Era una noche de extraña, suave y profunda belleza. Espléndida en su quietud y magnificencia. La bóveda celeste adornaba su negro ropaje con todas sus luces, y la penumbra, corredor a veces de sombras siniestras, no infundía temor.
En esa extraña noche caminaba yo confiado, sereno, seguro, pero contradictoriamente ansioso. Sigiloso, penetré a una deliciosa y umbrosa espesura donde todo se veía de un color casi azul, como en esos cuentos de hadas y de bosques encantados imaginarios. Y de donde emanaban perfumes suaves y deliciosos que llenaban cuerpo y alma. Impulsado por una fuerza irresistible, caminé seguro hacia lo más profundo de la floresta donde la penumbra se convertía en total obscuridad y solamente el estrellado cielo me veía con sus millones de ojos luminosos. De pronto, tras un follaje lejano, vi un inmenso resplandor que esparcía su fulgor por doquier. Me acerque despacio, cauteloso, como un tigre tras su presa y con asombro mayúsculo pude apreciar, en un claro del tupido bosque, una blanquísima luz. Más brillante que mil estrellas, pero que no cegaba ni irradiaba calor. Era una luz purísima, como nunca antes había visto. Se escuchaban suaves y armoniosos cantos y un rumor que provenía del interior del resplandor. Y me invadió una reconfortante e inexplicable quietud y paz interior. De pronto, en una explosión de luces de artificioso mosaico de colores indescriptibles que no me causaron sobresalto, salieron como diminutas estrellas animadas, millones de pequeños pájaros de diferentes y vivos colores, brillantes.
Con una percepción mas allá de los sentidos, vi como los pequeños pájaros se esparcían fantásticamente por el mundo entero y penetraban a los grandes palacios, a las suntuosas mansiones, a las casas elegantes, a las casas sencillas, en las carpas del desierto, como también a las más humildes chozas de la selva. Entraron en las sinagogas, en las mezquitas, en las catedrales. Y se posaron esas diminutas aves, en las mentes de los hombres, en conjunción ilógica de lo físico y metafísico. De inmediato, la percepción humana del mundo cambió. Y hubo paz, amor, tolerancia y concordia entre los hombres. Hubo armonía al compartir el mundo con las demás criaturas. Cesaron las guerras y la destrucción de la vida y sus fuentes. El odio, el fanatismo, la incomprensión y la intolerancia desaparecieron. La ira, la envidia, la codicia, el dolor y todas las lacras humanas fueron desconocidas y borradas de las mentes. El hombre ascendió a una escala superior, buscando a su creador perfecto, y, en un lapso de tiempo incalculable, todos los pueblos, todas las culturas, todos los hombres de todos los credos y colores, comulgaron en un estado espiritual de inmensa paz, plenos de amor y felicidad. Era que el hombre había alcanzado la gloria. Había llegado el fin de este mundo imperfecto, y yo me incluía entre los elegidos a este gozo y me extasié en él.
De pronto, saliendo del éxtasis, sentí frío y temor, mi entorno se volvió oscuro y tenebroso. Sobresaltado por el brusco cambio: DESPERTÉ.
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